Mi Lugar
- Escrito por New York Times (José Natanson es director de Le Monde Diplomatique)
- Publicado en Miradas
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Llego todos los días temprano, apenas después de lavarme los dientes, y me quedo hasta el mediodía. No debe haber muchos lugares, fuera de la propia casa, en los que uno se sienta lo suficientemente protegido como para terminar de despertarse, esos quince o veinte minutos durante los que nos vamos abriendo, bostezo a bostezo, a las promesas y exigencias del día. Mi lugar es el Varela Varelita, un café en el corazón de Palermo, típico barrio de clase media de Buenos Aires.
El bar está ubicado a 50 metros de mi edificio. Ahí leo, escribo y me reúno con amigos y contactos. Es el sitio en el que paso casi tanto tiempo como en mi casa o la redacción del periódico en el que trabajo y que ahora, víctima de la cuarentena decretada por el gobierno, permanece trágicamente cerrado.
El Varela es un bar “notable”, de acuerdo con la categoría de protección patrimonial del gobierno porteño. Su valor no reside en su arquitectura, más bien corriente, sino en su impronta cultural. Por años ha sido la casa de intelectuales, artistas y periodistas. Está ubicado en Palermo Viejo, según el adjetivo agregado por Borges al nombre original del barrio y, junto al puesto de venta de diarios y el kiosco de golosinas, forman un “sistema” que domina la esquina de Scalabrini Ortiz y Paraguay. De día, el Varela funciona como lugar de reunión y trabajo (las mesas con enchufe son muy disputadas); de noche, como punto de encuentro de jóvenes antes de la salida al recital o la disco.
Argentina, se ha dicho mil veces, es un país ciclotímico, acostumbrado a los bruscos cambios de rumbo y las fuertes perturbaciones históricas. Desde que su apertura en 1950, el Varela vio pasar cuatro de golpes militares, una guerrilla, una guerra contra Inglaterra, dos hiperinflaciones, dos estallidos sociales y varios defaults. Quizás porque todo cambia tanto, aquí valoramos especialmente aquellas cosas que permanecen inalteradas. Y el Varela, más allá de la renovación de los pisos y alguna que otra mano de pintura, se mantiene desde hace décadas igual a sí mismo: las mismas mesas de madera y fórmica bordó, la misma vieja máquina de café y el mismo cartel rojo y negro, inmune a los virus de la cursiva, el color pastel o el neón.
¿Sobrevivirá a la recesión económica que se anticipa? Creo que sí, porque los bares de Buenos Aires son el espacio principal del diálogo, la política y la amistad, instituciones de encuentro a la altura del asado o el fútbol. Y también porque, mucho antes de que las escuelas empresariales inventaran el concepto, el Varela ya había encontrado un “modelo de negocios” indestructible: un empleado detrás de la barra que hace todo, desde el café hasta los pocos sándwiches que componen un menú deliberadamente acotado y otro, en el salón, que va y viene con la bandeja. Dos personas por turno, a las que algún cliente habitual suele asistir cuando los pedidos se desmadran.
Pero no puedo saberlo del todo, y entonces temo. Buenos Aires es hoy una ciudad fantasma, con un sol que agrieta el asfalto desolado de día y avenidas vacías de noche, surcadas por ambulancias, patrulleros y bandadas de repartidores fosforescentes en moto protegidos por barbijos artesanales. El kiosquero de la esquina, que desayunaba en el Varela todas las mañanas y ahora no encuentra quién le venda un café decente, decidió colgar de las persianas bajas los diarios y las revistas que cuentan las novedades del virus, pero el efecto de las tapas de colores sobre el fondo gris sucio solo consigue hacer más evidente el carácter inconcebible de la situación. Yo paso cuando bajo a comprar comida; camino rápido y trato de hacer como si no lo conociera, porque comprobar que el Varela sigue cerrado es como si las fuerzas sanitarias hubieran tapiado el living de mi casa.